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lunes, 23 de abril de 2012

Hay que leer a Guelbenzu





   Hay que leer a Guelbenzu, me dije no hace mucho degustando una de las obras de su primera época –si puedo permitirme tal licencia crítica-. Hay que leer sobre todo al primer Guelbenzu. El de las novelas detectivescas posteriores no parece tan alentador. Hay que leer al escritor de El mercurio, al de Antifaz, al de La noche en casa. Al autor de los setenta que todavía estaba lejos de convertirse en capo de los medios de comunicación culturales.
   Hay en ese primer Guelbenzu –en el siguiente no lo sé- cierto intento de mímesis respecto al estilo elevado, o también llamado experimental, de los años sesenta y posteriores. Una cadencia que se muestra en cada línea y que denota la naturaleza de un excelente escritor precoz, que con apenas veinticuatro años ya había sido finalista del entonces prestigioso Biblioteca Breve. Pero no es un Benet o un Martín-Santos lo que nos encontramos en estas líneas, y sobre todo no alguien que pretenda tal cosa. Si hay que ubicar a este primer Guelbenzu en alguna localización simbólica, antes debería hacerse en el Castroforte del Baralla de Torrente Ballester que en la Región de Benet. Con esto quiero decir que su propuesta está lejos de la opacidad literaria de esta última y sin embargo cercana a la sátira de la primera.
   Una sátira que puede entreverse en cada uno de los elementos que componen obras como La noche en casa y que dan sentido a personajes como Chéspir y a tramas que en realidad poseen una trascendencia relativa –en esto sí es Benet-. Son novelas, también, que presagian al Guelbenzu policiaco de las obras posteriores, y que comparten en su naturaleza el absurdo de ese estilo negro. Aderezadas además con el motivo de los estudiantes de los años sesenta –que nos es tan cercano a los del 2010.
   Hace falta leer a Guelbenzu para entender que ese estilo “difícil” y a la postre netamente español de los años setenta, que vivió a la sombra del sobrevalorado Boom latinoamericano, no se reducía solo a las hazañas de unos tales Benet, Martín-Santos o Goytisolo, dando como resultado una de las épocas de oro -1962 en adelante- de la novela patria. Los años en que Joyce y Faulkner llegaron de verdad a España –y que nos perdone don Álvaro Cunqueiro.





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