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sábado, 25 de agosto de 2012

Fuck


   


   “A partir de la publicación de esta novela, ya no se puede ser tonto en la literatura española. Aunque hemos seguido caminos diferentes, yo me considero un discípulo de Juan Benet, no un imitador”.



                                            Eduardo Mendoza sobre Volverás a Región 











miércoles, 1 de agosto de 2012

Eco (1997)





 “Soy de la fría y dura opinión de que los jóvenes actuales salimos perdiendo con la democracia (lo cual no  quiere decir que ésta sea mala) porque, como es sabido, se han terminado los ideales tangibles, como la libertad o la misma democracia, y solo queda eso tan huero y nebuloso de la solidaridad, que nos da de comer a todos mucho tiempo, pero que no viene a ser nada, en todo caso hipocresía. Quiero decir que es más edificante odiar a Franco, que es un señor que se tiene que morir, un señor al que se puede matar incluso, que a eso de Estados Unidos, que es tan grande que no cabe en ningún punto de mira, o el tema del Tercer Mundo, que es la mayor abstracción de todas.
   La solidaridad es una moda de fin de siglo, y lo malo de las modas es  que pasan. Yo, en esto de la solidaridad, estoy con Sábato (“El túnel”), Nietzsche y por ahí”.



                                                Alberto Olmos, Así de loco te puedes volver





martes, 26 de junio de 2012

Otro judío








“¿Hay algún corazón que pueda petrificarse del todo?”


                                                      Saul Bellow, Herzog





jueves, 21 de junio de 2012

"Formas de volver a casa", de Alejandro Zambra






   Hay una serie de autores que un escritor no debe leer mientras está gestando cualquier tipo de texto. Autores cuya escritura goza de un no sé qué que queda, de tamaño flow que contamina toda dicción prosaica hasta el punto de contagiar expresiones nunca concebidas por la pluma en cuestión. Hasta el punto de levantar sospechas entre los más sagaces. Hablo de autores como Henry Miller, como Georges Perec, como Eloy Tizón, y por supuesto de un autor como Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975).
   Hace más de un mes que leí esta novela y volviendo a pensar en ella solo puedo destacar el modo en que el autor chileno tiene de contarme una historia que en principio no debiera interesarme y que sin embargo se convierte en valiosa, en rescatable, mediante el peculiar uso del léxico llevado a cabo por Zambra. Es evidente que este joven escritor no ha inventado nada y que su prosa está enmarcada dentro de una determinada tradición veladora de conceptos tales como aquel de “prosa sencilla” –y uno de cuyos máximos exponentes es el nombrado Perec-. Tradición que no debe ser confundida con aquella otra del realismo sucio, en donde quizás goce de más valor lo que no hay frente a lo que de verdad se halla en el papel.
   Sin embargo, esta veta estilística cobra en Zambra –como no podía ser de otra manera- una nueva forma de entender el texto, mezcla de ornamento y sencillez a partes iguales –resultado similar al encontrado en autores como Tizón, que a su vez bebe de Cheever-. Es así que no puede entenderse la obra novelística del chileno sin atender a su faceta poética, que abarcó los primeros títulos de su andadura y que pervive en cada párrafo de sus novelas. Dando como resultado ese genuino estilo del que hablamos y que es culpable de  párrafos como este: “Piensa en esos momentos en que a su madre no le quedaba más remedio que hablar. Buscaba a las niñas, se demoraba en las palabras, como sintonizando de a poco un tono dulce y calmo, un tono cuidado, artificial. Entonces, como en una ceremonia, hablaba claro. Modulaba. Miraba a los ojos”.
   En algún sitio se ha dicho que Formas de volver a casa es solo un título menor en comparación con su aclamada Bonsái (Anagrama, 2006), pero no puedo encontrar reflexión más desacertada, puesto que no deja de ser una continuación de lo que de verdad importa en Zambra: el estilo. Precisamente en otro sitio se ha comentado esto último, en referencia a una forma de concebir la novela que, a través de sus tres obras publicadas, se ha agotado –destacando además el exceso de metaliteratura de la obra.
  Ninguna de ambas reflexiones puede ajustarse a lo que de verdad constituye esta novela, que es otro paso en –como dije por aquí en alguna ocasión- una de las obras más prometedoras a ambos lados del Atlántico. La de Alejandro Zambra.





viernes, 18 de mayo de 2012

Incomprensión


   


   "Hace poco tiempo —una tarde de primavera, caminando por una galiana de Extremadura, en un ancho paisaje de olivos, a quien daba unción dramática el vuelo solemne de unas águilas, y, al fondo, el azul encorvamiento de la sierra de Gata—, quiso Pío Baroja, mi entrañable amigo, convencerme de que admiramos solo lo que no comprendemos, que la admiración es efecto de la incomprensión. No logró convencerme, y no habiéndolo conseguido él, es difícil que me convenza otro. Hay, sí, incomprensión en la raíz del acto admirativo, pero es una incomprensión positiva: cuanto más comprendemos del genio, más nos queda por comprender."



                              José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote





sábado, 12 de mayo de 2012

De la ineptitud y la excelencia




   Un día, no hará mucho de ello, escuché en una tertulia post-película a las que nunca debe asistirse que la obra rechinaba en muchos aspectos y que la música, sin lugar a dudas, estaba fuera de contexto. La película en particular era el Furtivos de Borau (1975), cuya banda sonora está apadrinada por Vainica Doble. El iluminado en cuestión estaba relacionado con el CSIC, pero en ningún momento me interesé por conocer su identidad –tampoco creo que resultase especialmente reveladora-. Lo dijo y se quedó tan pancho. Los pocos asistentes que nos hallábamos junto a él no sufrimos ningún arrebato de cólera ni se organizó una asamblea revolucionaria allí mismo. Sin duda que la situación lo requería.
   No me interesa hablar tanto aquí de esa joya cinematográfica que es Furtivos –creo que es algo reconocido por todo especialista que se precie-, la cual no me importaría incluir entre las quince mejores de todo el cine español, como de la banda sonora de Vainica. Y más concretamente de Vainica. Y más concretamente de su disco Contracorriente (1976).
   No fue Borau, sin embargo, el que descubrió este grupo al cine español, sino otro viejo conocido de la escena como es Iván Zulueta –diseñador de la cubierta de este disco y de la película del aragonés-, que utilizó a la banda en su Un, dos, tres, al escondite inglés (1969). Previamente, ya habían debutado en televisión y habían colaborado con nombres como el de Jaime de Armiñán. Con esto pretendo decir que ya era un grupo muy asentado en el panorama cuando publican este disco, posiblemente el mejor de su trayectoria. Curiosamente, el grupo sufre un parón cuatro años después de sacarlo a la luz. No estarían de acuerdo conmigo, supongo, o con el transcurso del tiempo, en el resultado final.
   El trabajo se escucha ahora como un conglomerado perfecto de nueve composiciones en donde lo peculiar se combina con lo peculiar para dar forma a un disco único en el panorama español de los setenta –y posteriores-. No es una exageración si se entiende este grupo como uno de los padres de la escena indie –no sé en qué momento pasaría a denominarse así, pero me da un poco igual- surgida a partir de los ochenta. En cada canción puede apreciarse un estilo poético-musical fuera de lo común y un sonido que avala la letra a la perfección y que nos transporta a ese folk que tan poco abundó en España, a ese escaso -buen- rock, y si se me apura a esa psicodelia que luego Berlanga –Carlos- y otros tantos se encargarían de explotar años después. Traducido a la terminología actual, esto es un fucking pepino:






lunes, 30 de abril de 2012

La poesía de nuestra generación








"El Niño es padre del Hombre: ojalá
mis días estuvieran vinculados
por natural piedad unos con otros"


                                            William Wordsworth




lunes, 23 de abril de 2012

Hay que leer a Guelbenzu





   Hay que leer a Guelbenzu, me dije no hace mucho degustando una de las obras de su primera época –si puedo permitirme tal licencia crítica-. Hay que leer sobre todo al primer Guelbenzu. El de las novelas detectivescas posteriores no parece tan alentador. Hay que leer al escritor de El mercurio, al de Antifaz, al de La noche en casa. Al autor de los setenta que todavía estaba lejos de convertirse en capo de los medios de comunicación culturales.
   Hay en ese primer Guelbenzu –en el siguiente no lo sé- cierto intento de mímesis respecto al estilo elevado, o también llamado experimental, de los años sesenta y posteriores. Una cadencia que se muestra en cada línea y que denota la naturaleza de un excelente escritor precoz, que con apenas veinticuatro años ya había sido finalista del entonces prestigioso Biblioteca Breve. Pero no es un Benet o un Martín-Santos lo que nos encontramos en estas líneas, y sobre todo no alguien que pretenda tal cosa. Si hay que ubicar a este primer Guelbenzu en alguna localización simbólica, antes debería hacerse en el Castroforte del Baralla de Torrente Ballester que en la Región de Benet. Con esto quiero decir que su propuesta está lejos de la opacidad literaria de esta última y sin embargo cercana a la sátira de la primera.
   Una sátira que puede entreverse en cada uno de los elementos que componen obras como La noche en casa y que dan sentido a personajes como Chéspir y a tramas que en realidad poseen una trascendencia relativa –en esto sí es Benet-. Son novelas, también, que presagian al Guelbenzu policiaco de las obras posteriores, y que comparten en su naturaleza el absurdo de ese estilo negro. Aderezadas además con el motivo de los estudiantes de los años sesenta –que nos es tan cercano a los del 2010.
   Hace falta leer a Guelbenzu para entender que ese estilo “difícil” y a la postre netamente español de los años setenta, que vivió a la sombra del sobrevalorado Boom latinoamericano, no se reducía solo a las hazañas de unos tales Benet, Martín-Santos o Goytisolo, dando como resultado una de las épocas de oro -1962 en adelante- de la novela patria. Los años en que Joyce y Faulkner llegaron de verdad a España –y que nos perdone don Álvaro Cunqueiro.